Cuando Ravanelli hizo añicos la libreta de Van Gaal
La primera señal de alarma debió haber saltado en el partido de ida de semifinales contra el Panathinaikos. Aquello estaba programado para ser un paseo rumbo a la segunda final consecutiva del Ajax de Amsterdam y se convirtió en una de las grandes sorpresas de los últimos años, mayor sorpresa aún que cuando ese mismo grupo de veinteañeros le ganó al Milan de Capello la final el año anterior. Aquel Panathinaikos sólido, noventero, sin concesiones, se plantó en Amsterdam, paró a los Litmanen y compañía y se llevó un 0-1 que en cualquier otra circunstancia le habría colocado como favorito para pasar a la final de la Champions League, un hecho que no se producía desde 1973, precisamente ante el Ajax de Cruyff.
Solo que, como es habitual en los equipos campeones y más aún en los equipos campeones con una estética y una narrativa detrás, esos equipos que más parecen un «Reich de los mil años» que un club de fútbol, la señal de alarma se tomó como un anecdótico toque de atención, una combinación de errores improbables y mala suerte acumulada. Aquel equipo era el mejor del mundo y llevaba dos años enteros siéndolo, sin matices. La culminación del juego holandés de precisión de los setenta y ochenta junto a la potencia y la presión italianas de los noventa. Un zumbido de jugadores que corrían hacia arriba, hacia abajo… y que todo lo que hacían, lo hacían con sentido.
Uno sabe que un equipo funciona cuando sus jugadores más vulgares parecen estrellas. Parte del error que asoló al fútbol europeo después —y en eso destacó el Barcelona— fue pensar que bastaba con llevarse a los individuos sueltos por millones de euros para repetir los triunfos del colectivo. Error. Van Gaal había engrasado una máquina casi perfecta, sin fisuras: una suerte de 3-4-3 que se reconvertía en 4-3-3 según Danny Blind o Frank de Boer quisieran iniciar el ataque unos metros más adelante, algo parecido a lo que Koeman hacía con Cruyff.
Los laterales eran torpes pero voluntariosos y buenos defensores: Reiziger y Bogarde. En medio, como queda dicho, cerraban el mayor de los De Boer y Blind. Por delante, Davids cubría la baja de Rijkaard, otro de esos jugadores multiusos, campeón de Europa el año anterior ocupando una posición que podría ser a la vez la de «libre» y «medio centro defensivo». A su derecha ya no estaba Seedorf, el primero en iniciar el éxodo a tierras latinas, vendido por una millonada a la pujante Sampdoria, sino Ronald De Boer, el gemelo pequeño.
Por delante, un cuadrado mágico: Jari Litmanen jugaba de media punta con llegada, el verdadero goleador del equipo; Patrick Kluivert o Nwanko Kanu en el puesto de nueve fijo que baja el balón y reorganiza el ataque con un toque atrás. Un vértice, más que un delantero. Lo que Guardiola pretendió que fuera Ibrahimovic hasta que el sueco decidió sobreactuar su papel de excéntrico. Por las bandas, extremos puros, de los pocos que quedaban en Europa después de demasiados años de defensas cerradas y delanteros tanque, Marc Overmars y George Finidi, con presencias esporádicas de Musampa, Wooters o el jovencísimo Babangida.
Ninguno era un «galáctico», ninguno era desequilibrante por sí mismo —quizás Overmars fuera el más talentoso, aunque las rodillas le traicionaran con una frecuencia desoladora—, pero el conjunto era arrollador: en la primera ronda se pasearon en el Bernabéu de manera insultante, un 0-2 que bien pudo ser 0-5. Aquel triunfo hizo más por la reputación del Ajax en España que la Champions del año anterior, más aún cuando se vio reforzada por una nueva doble exhibición ante el Borussia de Dortmund en cuartos de final, justo después de la devastadora lesión de Overmars, que colocó a Musampa en su lugar, sin el mismo éxito, desde luego.
En liga, el equipo se aproximaba a su cuarta liga consecutiva. En Europa, aparte del Panathinaikos, sus rivales eran la muy limitada Juventus y el sorprendente Nantes francés. ¿Quién podría evitar el doblete?
La respuesta a la pregunta parecía haber llegado demasiado pronto: el Panathinaikos, como decíamos, se plantó atrás en el vetusto Estadio Olímpico de Amsterdam y en el minuto 87 sacó un latigazo en forma de contraataque que culminó Warzycha por toda la escuadra ante la salida desesperada de Edwin Van der Sar. El típico gol que encaja un equipo desconcentrado, que se sabe superior. El gol que te obliga a ir a Atenas no solo a sobrevivir sino a ganar… porque si no ganas, el ridículo es monumental.
Y así, dos semanas después, el Spyros Louis se llenaba como hacía tiempo. Más de 75.000 personas para apoyar a su equipo, años de gloria para el deporte griego, en especial, el baloncesto. Armadores multimillonarios dispuestos a dejar su impronta a base de fichajes espectaculares y sobrios entrenadores. El Ajax era un equipo joven, un equipo de veinticinco años de media, pero a la vez lo suficientemente veterano como para no dejarse intimidar. Habían jugado demasiadas veces en Rotterdam como para entender lo que era un ambiente hostil.
La primera parte fue un vendaval holandés. Un auténtico espectáculo. De nuevo, el mejor juego que uno recuerda hasta que llegó el Barcelona de 2009. Once tíos que atacan, once tíos que defienden y roban el balón a los tres segundos. Presión constante. A los cuatro minutos marcaba Litmanen, su octavo gol de la competición. De repente, la euforia se congeló en Atenas mientras los aficionados veían como el Ajax seguía llegando y llegando, con Kanu de único delantero y Silooy en la defensa para permitir que Frank De Boer y Blind se asociaran con Davids y cerraran por completo el medio del campo.
Pasaron los minutos, acabó la primera mitad, transcurrieron más de treinta minutos de la segunda y parecía increíble que aquello pudiera acabar en prórroga, que después de 165 minutos de dominio avasallador, el Ajax aún pudiera quedar eliminado en una contra griega. Entonces, minuto 77, apareció de nuevo Litmanen para controlar a la perfección un pase de Finidi dentro casi del área pequeña, sorprendentemente desmarcado, y empujar el 0-2. Nueve minutos más tarde, Wooters, otro extremo polivalente, ponía el 0-3 y llevaba al Ajax a Roma en uno de los mejores partidos de su historia.
La sensación era la misma que antes del tropiezo en casa, antes de la desconcentración y el gol de Warzycha: somos imbatibles. Juegue Musampa o Wooters o Silooy o Bogarde… da igual. Somos imbatibles.
Solo quedaba por saber el rival en la final y ninguno infundía un especial temor. La Juventus se había quitado de en medio al Real Madrid de Raúl en cuartos de final con un gol in extremis de Padovano, típico delantero torpón pero resolutivo de la liga italiana, y se enfrentaba al Nantes, campeón francés, que había derrotado al Spartak de Moscú. Eran los tiempos en los que la Liga de Campeones solo la jugaban los campeones y había menos glamour pero más emoción, más equipos que, con un buen sorteo, podían llegar muy lejos.
La Juventus de Marcello Lippi era un equipo construido en torno al físico y la contundencia. Un auténtico coñazo, en una palabra. Había tomado el relevo del Milan después de un período sencillamente inigualable que había vivido su canto del cisne con el 4-0 al Barcelona en 1994 y la final del año siguiente ante el Ajax. El Milan intentaba recomponerse sin holandeses mientras la Juventus acumulaba jornaleros que protegían lo mejor que sabían al nuevo «fantasista», el sustituto de Baggio, el joven Alessandro Del Piero, el mayor fenómeno que se había vivido en Italia en mucho tiempo.
Los métodos de esa Juve los hemos sabido después, con el escándalo de la creatinina, las extrañas vitaminas antes de los partidos y en los descansos y el denunciado abuso de EPO, las trampas típicas del deporte en los noventa y que nadie del mundo del fútbol ha investigado seriamente ni investigará jamás porque esto no es ciclismo. En el momento, lo que quedaba claro es que no era un equipo que pretendiera enamorar a nadie: cuatro defensas aguerridos, incluso violentos, como los veteranísimos Ferrara y Vierchowod o los Pessotto, Torricelli y compañía, que ya apuntaban maneras. Delante, una especie de trivote, con Deschamps organizando y repartiendo estopa, Paulo Sousa intentando que el equipo jugara a algo y Antonio Conte peleando por cada balón.
Por último, esa gran mentira del fútbol italiano de los noventa que se dio en llamar «tridente», la manera que tenían los entrenadores de rebatir la acusación de ser defensivos. «¡Si jugamos con tres delanteros!», decían, obviando que eran tres islas cuya principal función, también, era defender y presionar la salida del balón. En el caso de la Juventus, los papeles se repartían así: Del Piero ponía el talento, Gianluca Vialli, en el ocaso de su carrera, era el encargado de poner los goles y la veteranía… y el tercer delantero podía ser un poco cualquiera, porque su labor era enganchar alguna y matarse a correr detrás del rival de turno que condujera la pelota. A veces era el citado Padovano, a veces era el canoso Ravanelli, a veces no era nadie.
La eliminatoria ante el Nantes se decidió en el partido de ida en Delle Alpi con un 2-0, goles de Vialli y Jugovic, otro de los pocos talentosos, que ponía todo muy cuesta arriba para los franceses. La vuelta fue un trámite desde el momento en el que Vialli marcó el primer gol del partido, lo que obligaba al Nantes a marcar cuatro, algo que de ningún modo iba a hacer ante un equipo italiano cuando sus máximas estrellas eran Kosecki, el ex del Atleti, y Ouedec, que poco después jugaría en el Espanyol. Al final, 3-2 para los franceses. Insuficiente. Once años después de la tragedia de Heysel, la Juventus se plantaba de nuevo en una final de la Copa de Europa.
El hombre con el que nadie contaba: «La pluma blanca»
El partido estaba llamado a ser un auténtico choque de estilos. Algo parecido había pasado el año anterior contra el Milan, pero aquel equipo de Capello no era este de Lippi. Ahí jugaban Savicevic, Boban, Lentini, Donadoni… sus medio centros defensivos eran Desailly y Albertini, que no eran unos estilistas pero tampoco eran Di Livio y Conte… Si entonces el Ajax partía como aspirante, ahora era el favorito indiscutible. Bastaría con un arreón de Finidi o una llegada desde atrás de Litmanen o un pase de cuarenta metros de De Boer para que Kanú hiciera algo de magia… y el partido quedaría sentenciado.
Los recursos de Van Gaal eran enormes, aun pese a las lesiones, y ese día puso a su equipo de gala sobre el campo: Van der Sar; Silooy, Frank de Boer, Bogarde; Blind, Davids, Ronald de Boer, Litmanen; Finidi, Musampa y Kanu. Lippi, por su parte, mantuvo su apuesta defensiva: Peruzzi; Ferrara, Vierchowod, Pessotto, Torricelli; Deschamps, Paulo Sousa, Conte; Del Piero, Vialli y Ravanelli. Jugovic, como era habitual, esperaría desde el banquillo y, sorprendentemente, le acompañaría Michele Padovano, un hombre que había funcionado muy bien en las eliminatorias y que venía de jugar como titular las semifinales en detrimento de Ravanelli, hombre trabajador, con buen olfato de gol pero algo irregular.
Sin embargo, lo que más llamaba la atención de Ravanelli no era su entrega ni sus remates sino su pelo canoso que le hacía aparentar una edad que no tenía. De hecho, Ravanelli apenas contaba con veintisiete años cuando se plantó en Roma para jugar de titular la final contra el Ajax. Fichado por la Juventus tres años antes, procedente de la Reggina, su carrera se había movido entre clubes muy pequeños de la liga italiana, empezando por el Perugia y continuando por Caserta y la citada Reggina. No era un jugador que destacara por nada más allá de sus goles y su inteligencia. Fuera del área era uno más, dentro del área no convenía dejarle un centímetro.
Desde que llegara a Turín, había colaborado en la victoria de la Copa de la UEFA de 1993 y en el doblete liga-copa de 1995, año de su explosión, con treinta y tres partidos en la Serie A y quince goles anotados, solo dos menos que su compañero de delantera, Gianluca Vialli, tomando así el relevo de Roberto Baggio, que había firmado el verano anterior por el Milan. De aquel esplendor tardío a los veintiséis años se pasó a una temporada algo más calmada, limitada en ocasiones por pequeñas molestias y lesiones. El equipo no pudo seguir el ritmo de los de Capello en liga y se centró pronto en la Copa de Europa. Fabrizio, pese a todo, anotó trece goles, que no estaba nada mal en un campeonato como el italiano donde pasar de los veinte era una heroicidad.
Y es que Ravanelli no era un goleador excelso, pese a que suyo sigue siendo el récord juventino de goles en un partido de competición europea con cinco en la Copa de la UEFA de 1994 ante el CSKA de Sofía. En sus cuatro años en la Juventus marcó cuarenta y uno en liga y sesenta y ocho en total… a lo largo de ciento sesenta partidos. Su presencia en el once inicial no debería alertar más que la de Padovano. Este era un partido de Del Piero contra Litmanen, de Deschamps contra Davids, de la defensa de cuatro de la Juve contra el ataque de cuatro del Ajax.
Sin embargo, «Pluma Blanca», como se le llamaba a Ravanelli, estaba empeñado en hacer historia, sabedor quizá de que era ahora o nunca, y de paso aumentar su caché ante la oferta del multimillonario Middlesbrough de Juninho y Robson, que le habían transmitido su intención de hacerse con sus servicios, y no espera mucho: a los 12 minutos, hace una de las suyas.
En uno de los múltiples patadones por alto del medio campo italiano, el balón llega cómodo a la cabeza de Frank de Boer, quien, incomprensiblemente, golpea mal, hacia atrás, un error que quizá no hubiera sido tan grave si Ravanelli no estuviera esperando el fallo, a lo Hugo Sánchez, y si Van der Sar no se hubiera lanzado como loco a tapar una jugada que no apuntaba tanto peligro.
El movimiento de Ravanelli es magistral, inesperado. Con la puntera se lleva el balón, aleja al defensa y vence al portero en su salida. Aun así, está en un vértice del área, casi en la línea de fondo y necesita un milagro para tirar a puerta. Hay algo a su favor: es zurdo. Si Ravanelli fuera diestro, el remate sería imposible pero siendo zurdo aún puede intentar meter un poco de efecto al balón antes de que salga del campo… solo que, desafiando a la lógica, el delantero hace un giro improbable del tobillo con su pierna mala y consigue que el balón salga botando lentamente, a cámara lenta casi, a veces alejándose de la portería, a veces acercándose… una larga agonía durante la cual ningún defensa del Ajax llega para evitar lo inevitable: el gol de la Juventus, el 0-1 que pone patas arriba la final y enloquece a Ravanelli, que lo celebra a su manera: subiéndose la camiseta a la cabeza —Luis Enrique hacía algo muy similar en España— y batiendo los brazos como si la pluma se fuera a echar a volar en cualquier momento.
No sería el gol de la victoria porque Litmanen, siempre Litmanen, empataría en el minuto 40, pero fue el gol que hizo creer a un equipo y a una afición. El gol que convirtió a un jugador más en un jugador clave en la historia del equipo más importante de Italia. La Juventus acabaría ganando 4-2 en los penaltis, la especialidad de Ravanelli, aunque el jugador, desfondado, ya había cedido su puesto a Padovano antes de que acabara el tiempo reglamentario. Davids y Silooy fallaron sus lanzamientos y Jugovic, el recurso de Lippi para las segundas partes, se encargó de anotar el decisivo.
Campeón de Europa. Ravanelli era campeón de Europa a los veintisiete años, con solo una decena de partidos en la selección italiana de Arrigo Sacchi, con la que tendría una presencia testimonial en la Eurocopa de ese año en Inglaterra, país que le acogería la siguiente temporada, puesto que el Middlesbrough concretó su oferta y la Juventus pensó que sí, que era un héroe, pero que ya fabricarían otro. Mentalidad FIAT. En Inglaterra aguantó un año, lo que tardó su equipo en descender. Después pasó dos temporadas en el Olympique de Marsella hasta que volvió a Italia, en concreto a la Lazio, donde ganó liga y copa de nuevo a las órdenes de Eriksson… pero apenas marcó cuatro goles como suplente.
Ya con la edad que siempre aparentó, pasada la treintena, Ravanelli decidió probar de nuevo en las islas: primero, Derby County, donde vivió algo parecido a una segunda juventud, y posteriormente Dundee United, un paso fugaz, de cinco partidos, hasta que marchó a Perugia, el equipo de toda su vida, donde se retiró a los treinta y siete años, consciente de que no hace falta ser un mago para ser una estrella, basta con saber estar donde es preciso, ser el hombre con el que nadie cuenta y, así, acabar desesperando a todo un Van Gaal, su libreta y quien se ponga por delante.
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