La noche más oscura de Vitor Baía.
La trascendencia del
encuentro quizás era menor, pero ese día el calvario lo vieron en directo miles
de aficionados en el Camp Nou y el rival presentaba un plantel formado por
jugadores con apellidos que rozaban lo impronunciable. Un cúmulo de
incongruencias que trazaría uno de los peores recuerdos del barcelonismo en
materia continental. El penúltimo.
Pitido final. Tras la
conclusión de los 90 minutos, pocos aficionados se atrevían a mirar al marcador
electrónico sin que una punzante sensación de bochorno inundara sus cuerpos.
F.C. Barcelona 0, Dinamo de Kiev 4. La cara del encuentro, lógicamente, se la
llevó un futbolista de la expedición visitante, un tal Andrei Sevchenko, que
recién estrenada la mayoría de edad fue capaz de marcar tres goles en apenas 45
minutos. Pero el delantero no encontró ese día a su mejor aliado en ningún
camarada con su mismo escudo, si no en el guardameta rival, Vitor Baía, que
vivió su noche más oscura. Dos salidas en falso y a destiempo permitieron a los
ucranianos prácticamente sentenciar el enfrentamiento en los dos primeros
balones que colgaron al área contraria. El fútbol muchas veces se rige por
estados de ánimo, y el que tuvo que arrastrar el guardameta durante todo el
encuentro tras esos fallos (y todo lo que vino después), acabó simbolizando con
exactitud la frustración desbocada del colectivo ampliamente derrotado.
Todavía persistía muy
vivo el recuerdo de las lágrimas del portugués tras encajar la misma cantidad
de goles en un partido de Copa del Rey ante el Atlético de Madrid el año
anterior. El equipo estaba entrenado entonces por Bobby Robson, el mismo que
convenció a la directiva de Núñez para que se fichara ese verano el que para él
era, con diferencia, “el mejor cancerbero del momento”. Vitor Baía no pudo
esconder sus lamentos por los errores cometidos durante la primera fase del
choque, pero aquel equipo siempre será recordado más por la voracidad de sus
elementos ofensivos que por la vulnerabilidad de su retaguardia, y ese día
acabó remontando la machada del rival tras una lluvia de goles fulgurante en el
segundo tiempo.
La temporada siguiente
aterrizaría en el club la libreta de Van Gaal y, junto a la aparición de los
primeros síntomas de dolencia que acompañarían a su rodilla izquierda para
siempre, Baía puso comienzo a una secuencia temporal agónica que se alargó
durante un curso entero, y que vivió su punto culminante esa noche europea ante
el Dinamo. “Hay que elegir porteros con más personalidad” espetó Van Gaal en
una de sus primeras declaraciones como entrenador del Barcelona. El dardo iba
directo a Baía y su capítulo de lloros en público. Lo cierto es que ya se vio
desde los inicios que el aplomo elegante del jugador y la sensibilidad que
desprendía no encajaban con el aguerrido carácter del entrenador holandés, que
se trajo debajo del brazo a un compatriota de confianza, Ruud Hesp, para
cubrirse las espaldas. Caprichos del destino o no, durante la primera
pretemporada con Van Gaal al mando del equipo, la rodilla de Baía falló por vez
primera y le dejó apartado del equipo durante tres meses. La excusa perfecta
para que el entrenador pudiera consolidar su nueva apuesta para la portería
azulgrana sin tener que dar demasiadas explicaciones.
Pero el destino todavía
tenía preparada una nueva oportunidad para Vitor Baía, que a medida que iba
recortando los plazos de su recuperación vislumbraba un panorama no menos
traumático sentado en el banquillo del Camp Nou. El Barcelona, que venía de
saborear las mieles de la victoria en un clásico ante el Madrid, afrontaba el
cuarto partido de la fase de grupos de la Champions League con un paupérrimo
balance en la primera vuelta (un punto sumado de nueve posibles) y con las
lesiones de varios puntales como Luis Enrique, Sonny Anderson o Pep Guardiola.
A la lista de ausencias por problemas físicos también se sumó Hesp,
indiscutible hasta el momento, ya que debía cumplir partido de sanción. Así que
Van Gaal no tuvo otra que alinear al recién recuperado Baía para afrontar la
visita del Dinamo de Kiev, entrenado entonces por Valery Lobanovski.
El resumen del devenir
del encuentro, retratado por el resultado final, ya lo conocen. Pero todavía
hay algunos elementos más a recordar para apuntalar los tintes fatídicos que se
vivieron esa noche en el coliseo azulgrana. “En el minuto 25 de la primera
parte se me reprodujeron las molestias en mi rodilla izquierda”, confesó el
propio Baía días después de la derrota.
Atenazado por la ocasión
desperdiciada y por la mirada desafiante de su entrenador desde la banda, y al
mismo tiempo que los ucranianos confirmaban la solidez de su fe en dar la
campanada a medida que corrían los minutos, el portugués no se atrevió a
notificar sobre su dañado estado ni tan siquiera en el descanso. En la segunda
parte, los desajustes dolorosos de su maltrecha rodilla aumentarían, y él mismo
confesaría más tarde que acabó el partido rezando para que el Dinamo no se
aproximara a los alrededores de su portería. Su desfile hacia el túnel de
vestuarios al acabar el encuentro fue toda una odisea. Mirada perdida sobre el
césped y un andar desgarbado provocado por el resentimiento que acusaba su
cuerpo. Pero ni rastro de lágrimas. Después de los agudos reproches recibidos
en el pasado, ese día la procesión tenía que ir por dentro.
En Portugal todavía
recuerdan a Vitor Baía (retirado desde 2007) como uno de los mejores porteros
que ha producido jamás el país en su historia. En su longeva trayectoria en el
Porto, club que le vio nacer y despedirse, se hinchó a ganar todos los
galardones colectivos posibles y escaló hacia un estatus de leyenda que todavía
hoy mantiene. En Barcelona, sin embargo, su legado, más allá de la factura de
900 millones de las antiguas pesetas que dejó su incorporación, siempre se verá
manchado por esa fatídica noche europea. Sirve de poco buscar explicaciones a
éste u otros fenómenos parecidos. Hay días en los que el fútbol, sencillamente,
te gira la espalda.
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