jueves, 11 de julio de 2013

La noche más oscura de Vitor Baía.

La trascendencia del encuentro quizás era menor, pero ese día el calvario lo vieron en directo miles de aficionados en el Camp Nou y el rival presentaba un plantel formado por jugadores con apellidos que rozaban lo impronunciable. Un cúmulo de incongruencias que trazaría uno de los peores recuerdos del barcelonismo en materia continental. El penúltimo.

Pitido final. Tras la conclusión de los 90 minutos, pocos aficionados se atrevían a mirar al marcador electrónico sin que una punzante sensación de bochorno inundara sus cuerpos. F.C. Barcelona 0, Dinamo de Kiev 4. La cara del encuentro, lógicamente, se la llevó un futbolista de la expedición visitante, un tal Andrei Sevchenko, que recién estrenada la mayoría de edad fue capaz de marcar tres goles en apenas 45 minutos. Pero el delantero no encontró ese día a su mejor aliado en ningún camarada con su mismo escudo, si no en el guardameta rival, Vitor Baía, que vivió su noche más oscura. Dos salidas en falso y a destiempo permitieron a los ucranianos prácticamente sentenciar el enfrentamiento en los dos primeros balones que colgaron al área contraria. El fútbol muchas veces se rige por estados de ánimo, y el que tuvo que arrastrar el guardameta durante todo el encuentro tras esos fallos (y todo lo que vino después), acabó simbolizando con exactitud la frustración desbocada del colectivo ampliamente derrotado.

Todavía persistía muy vivo el recuerdo de las lágrimas del portugués tras encajar la misma cantidad de goles en un partido de Copa del Rey ante el Atlético de Madrid el año anterior. El equipo estaba entrenado entonces por Bobby Robson, el mismo que convenció a la directiva de Núñez para que se fichara ese verano el que para él era, con diferencia, “el mejor cancerbero del momento”. Vitor Baía no pudo esconder sus lamentos por los errores cometidos durante la primera fase del choque, pero aquel equipo siempre será recordado más por la voracidad de sus elementos ofensivos que por la vulnerabilidad de su retaguardia, y ese día acabó remontando la machada del rival tras una lluvia de goles fulgurante en el segundo tiempo.

La temporada siguiente aterrizaría en el club la libreta de Van Gaal y, junto a la aparición de los primeros síntomas de dolencia que acompañarían a su rodilla izquierda para siempre, Baía puso comienzo a una secuencia temporal agónica que se alargó durante un curso entero, y que vivió su punto culminante esa noche europea ante el Dinamo. “Hay que elegir porteros con más personalidad” espetó Van Gaal en una de sus primeras declaraciones como entrenador del Barcelona. El dardo iba directo a Baía y su capítulo de lloros en público. Lo cierto es que ya se vio desde los inicios que el aplomo elegante del jugador y la sensibilidad que desprendía no encajaban con el aguerrido carácter del entrenador holandés, que se trajo debajo del brazo a un compatriota de confianza, Ruud Hesp, para cubrirse las espaldas. Caprichos del destino o no, durante la primera pretemporada con Van Gaal al mando del equipo, la rodilla de Baía falló por vez primera y le dejó apartado del equipo durante tres meses. La excusa perfecta para que el entrenador pudiera consolidar su nueva apuesta para la portería azulgrana sin tener que dar demasiadas explicaciones.


Pero el destino todavía tenía preparada una nueva oportunidad para Vitor Baía, que a medida que iba recortando los plazos de su recuperación vislumbraba un panorama no menos traumático sentado en el banquillo del Camp Nou. El Barcelona, que venía de saborear las mieles de la victoria en un clásico ante el Madrid, afrontaba el cuarto partido de la fase de grupos de la Champions League con un paupérrimo balance en la primera vuelta (un punto sumado de nueve posibles) y con las lesiones de varios puntales como Luis Enrique, Sonny Anderson o Pep Guardiola. A la lista de ausencias por problemas físicos también se sumó Hesp, indiscutible hasta el momento, ya que debía cumplir partido de sanción. Así que Van Gaal no tuvo otra que alinear al recién recuperado Baía para afrontar la visita del Dinamo de Kiev, entrenado entonces por Valery Lobanovski.

El resumen del devenir del encuentro, retratado por el resultado final, ya lo conocen. Pero todavía hay algunos elementos más a recordar para apuntalar los tintes fatídicos que se vivieron esa noche en el coliseo azulgrana. “En el minuto 25 de la primera parte se me reprodujeron las molestias en mi rodilla izquierda”, confesó el propio Baía días después de la derrota.

Atenazado por la ocasión desperdiciada y por la mirada desafiante de su entrenador desde la banda, y al mismo tiempo que los ucranianos confirmaban la solidez de su fe en dar la campanada a medida que corrían los minutos, el portugués no se atrevió a notificar sobre su dañado estado ni tan siquiera en el descanso. En la segunda parte, los desajustes dolorosos de su maltrecha rodilla aumentarían, y él mismo confesaría más tarde que acabó el partido rezando para que el Dinamo no se aproximara a los alrededores de su portería. Su desfile hacia el túnel de vestuarios al acabar el encuentro fue toda una odisea. Mirada perdida sobre el césped y un andar desgarbado provocado por el resentimiento que acusaba su cuerpo. Pero ni rastro de lágrimas. Después de los agudos reproches recibidos en el pasado, ese día la procesión tenía que ir por dentro.


En Portugal todavía recuerdan a Vitor Baía (retirado desde 2007) como uno de los mejores porteros que ha producido jamás el país en su historia. En su longeva trayectoria en el Porto, club que le vio nacer y despedirse, se hinchó a ganar todos los galardones colectivos posibles y escaló hacia un estatus de leyenda que todavía hoy mantiene. En Barcelona, sin embargo, su legado, más allá de la factura de 900 millones de las antiguas pesetas que dejó su incorporación, siempre se verá manchado por esa fatídica noche europea. Sirve de poco buscar explicaciones a éste u otros fenómenos parecidos. Hay días en los que el fútbol, sencillamente, te gira la espalda.

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